La
cultura occidental, desde su mismo nacimiento, ha sido una cultura que yo no me
atrevería a llamar sin más tecnológica, porque conviene afinar un poco nuestro
vocabulario, pero sí una cultura técnica, de la tecné, como decían los griegos.
Y por tanto, en cuanto que técnica en el sentido griego de la palabra,
incoativamente tecnología ya. Una cultura técnica o tecnológica, como ustedes
quieran llamarla, pero que, lo mismo que la tecnología, hasta hace poco tiempo,
era una tecnología y una técnica referida sobre todo al dominio de la
naturaleza, no tanto al domino del psiquismo. Las técnicas para el dominio del
psiquismo han sido mucho más orientales que occidentales. Lo característico de
las civilizaciones y la cultura occidentales ha sido este carácter técnico,
entendiendo la palabra técnica en el sentido en el que por lo general
entendemos nosotros hoy las palabras técnica y tecnología, aun cuando ha habido
en este campo una revolución muy grande, pues ahora ya no se trata simplemente
del dominio de la naturaleza, sino también, no exactamente del paganismo al
modo hindú o al modo oriental, pero sí del dominio de la vida.
Esto
es lo característicos de la cultura occidental: ha sido una cultura de
invenciones, empezando por la invención, común a toda la humanidad, de la
escritura. Propiamente hablando no existe una cultura, en el sentido plenario
de la palabra, no se ingresa plenamente en la Historia, hasta la invención de
la escritura. Pero nuestra cultura no es simplemente una cultura de la
escritura. Es una cultura del Libro por antonomasia, una cultura de la Biblia,
que no significa solamente libro sino el Libro de los libros, el libro plural,
y así es como se ha desarrollado toda la cultura occidental. Entendiendo este
término de cultura occidental desde sus orígenes judaicos, prolongados luego
por el Islam, toda nuestra cultura estrictamente occidental ha sido una cultura
del libro.
Después
se han producido otras invenciones y, como decía hace un momento, a las
invenciones, que todavía eran técnicas, sucedieron las revoluciones: la primera
Revolución Industrial por antonomasia, como suele denominarse. Y reparen
ustedes en que en esa época los inventores no eran todavía los científicos.
Había una separación entre un gremio y otro. Los inventores eran más bien
artesanos, unos obreros cualificados que, un poco por casualidad, un poco por
el método del ensayo y el error, llevaron a cabo grandes invenciones.
Y
pensemos que durante el siglo XX los continuadores de estos inventos, los que
realmente llevaron a cabo una institucionalización del invento, fueron los
ingenieros, profesión que ha tenido los máximos prestigios en nuestro país. Ser
ingeniero en nuestro país era, durante el siglo XIX y buena parte del siglo XX,
mucho más importante que ser un hombre de ciencia. Lo importante, lo
verdaderamente cualificado en nuestro país, aquello que todos los jóvenes
estudiosos deseaban llegar a ser y todas las mamás con niñas casaderas que
fuesen sus novios, era, precisamente, ingenieros. Es decir, la tecnología estaba
ya ahí, pero era una tecnología que, sin estar enteramente divorciada de la
ciencia —ciertamente no era así, y no querría yo hacer de ninguna manera un
agravio a los ingenieros—, ponía el acento mucho más en los técnico que en lo
científico. De modo que, por una parte, estaban los grandes técnicos, los
técnicos superiores y por otro lado, los científicos. Pero yo no me atrevería a
decir que esa raza de científicos puros se terminó, se agotó, quizá los últimos
científicos puros han sido los creadores de la física nuclear, la física
cuántica. Heiseneberg y Schrödinger, tal vez prologados por el inventor de la
cibernética —no me atrevería yo a darle a Norbert Wiener ese título de
científico puro—, pero inmediatamente después ocurre una superación de esta escisión,
de esa dialéctica, de esta tensión entre las dos culturas: la cultura
humanística, por una parte, y la cultura tecnológica, por otra, en cuanto que
lo que prevalece en nuestra época es no ya la tecnología ni por supuesto la
cultura humanística, sino lo que se denomina con ese neologismo de tecno
ciencia.
Hoy,
la cultura es fundamentalmente tecno científica. No puede ser una cultura
puramente técnica ni puramente tecnológica porque los tecnólogos que cada vez
abundan más en nuestra sociedad —y es normal que abunden—, conocen muy bien
cómo hacer las cosas, pero no saben tan bien por qué ocurre ese funcionamiento.
En
consecuencia, esta fusión profunda de la técnica y de la ciencia, y el hecho de
que los más importante científicos de nuestra época sean tecno científicos, o
por lo menos tan tecno científicos como estrictamente científicos, o por lo
menos tan tecno científicos como estrictamente científicos, supone una gran
novedad y es una gran afirmación de la superación de esta tensión entre las
llamadas dos culturas.
Y
esta auténtica novación que ha ocurrido en nuestra civilización occidental
significa una salida de la era de la cultura impresa, que a su vez supuso
evidentemente un salto cuantitativo y cualitativo respecto de la cultura
anterior, es decir, ya impresa. Y esta tecnología, que en definitiva lo es dada
su época, fue una tecnología enormemente importante. Esta tecnología del libro
y de la supremacía de libro impreso ha sido algo sumamente característico y
que, lo mismo que la tecnología actual y que todas las culturas, tiene su
anverso y su reverso, su lado positivo y su lado negativo.
La
cultura inmediatamente anterior a la actual ha sido una cultura enormemente
libresca, una cultura de biblioteca y de hemerotecas, de uso del fichero. Se
podría decir, de acuerdo con aquel programa de la televisión que estuvo en
pantalla durante meses, que para esta cultura todo está o todo estaba en los
libros. Era una cultura eminentemente libresca. Yo diría que este carácter tan
libresco de la cultura que nos ha dominado hasta hace tiempo se refleja en los
mejores escritores de la lengua española. Pensemos, por ejemplo, en Borges.
Borges es un autor que escribe una especie de literatura que es meta literatura
de los libros, es escribir sobre el Quijote, sobre todos los libros, y por
tanto, vivir en un universo que es el universo libresco. Es decir, se trata de
la primacía de leer y de escribir, sobre el ver y el oír. Un poco
exageradamente podría decirse que lo característico de la cultura occidental,
desde Gutenberg hasta la III Revolución Industrial, es este predominio de lo
libresco.
Y
ahora estamos ingresando, hemos ingresado ya, en un nuevo estilo de cultura que
es sumamente importante. Pensemos que durante la época de la cultura libresca
el que más y el que menos, para recordar aquella expresión de Unamuno, aspiraba
a hablar como se escribe, no a escribir como se habla. La sintaxis era
dominante en la medida en que éramos capaces de dominarla. Y eso ya se ha
perdido. Y no es una casualidad que se haya perdido esa perfección de la
sintaxis escrita, porque se trataba de una característica de la dominación de
la cultura impresa. Se trataba de una sintaxis muy peculiar, de hablar como los
libros, ese era el ideal de las gentes.
En
cambio, gracias a esa verdadera novación que significa las nuevas tecnología
electrónicas, informáticas y cibernéticas, estamos, por una parte, recuperando
el ver y el oír, es decir, lo audiovisual, y por tanto, un tipo de concreción
mucho más real, mucho más cercana a la realidad que la de la cultura impresa y
la mediación y mediatización de los libros. Pero por otra parte, y en la misma
dirección si quieren ustedes, la nueva sintaxis —y recuerdo a este propósito
una ponencia que se ha presentado aquí mismo de Xavier Laborda— es una sintaxis
no alfabetizada o alfabetizante, sino un tipo de comunicación que se parece más
a los pictogramas y, en consecuencia, permite al joven, al niño educado en los
nuevos modos de la comunicación, una visión global de aquello que antes tenía
que ir aprendiendo palabra a palabra, sílaba a sílaba, casi letra a letra. Esta
revolución me parece que es enormemente importante y de recuperación de
caracteres.
El
leer y el oír vuelven a ser una cultura de la imagen, una cultura del
espectáculo, una cultura de la representación. Pero junto a este carácter
sumamente concreto y sumamente visualizadle y audible está también el
predominio de un algoritmo, el predomino de otros lenguajes diferentes del
lenguaje ordinario y de su capacidad, podría decirse haciendo si quieren
ustedes un juego de palabras, de las actividades digitales. Porque, en efecto,
se trata de dígitos, pero también se trata de reemplazar un tipo de habilidad
digital que los niños tienen y que los viejos hemos perdido, precisamente por
esta mediación y mediatización de la cultura libresca, y por haberlo aprendido
y seguirlo aprendiendo todo en los libros.
De
modo que, a mi juicio, se trata de una auténtica revolución, que es la III
Revolución, por supuesto, desde el punto de vista tecnológico. Pero es también
una revolución de carácter cultural, y que en gran parte supone una
recuperación de lo anterior a esa galaxia Gutenberg; y, por otra parte, implica
una capacidad de digitalización, de abstracción de nuevos lenguajes, de BASIC-lenguaje
y de todo lo que significa unir extremos que hasta ahora parecían completamente
divorciados.
Pero,
en definitiva, el lenguaje permanece, y es enormemente importante subrayar este
hecho. El lenguaje puede alejarse del lenguaje ordinario; puede hacerse, en
cierto modo, más cercano al lenguaje ordinario y más alejado del lenguaje
escrito, pero, por otra parte, también se hace más abstracto. Es necesario
denominar un tipo de comunicación más algorítmico que propiamente alfabético. Y
entonces nos encontramos con esta auténtica nueva cultura que, como digo, yo
prefiero llamar tecno científica antes que tecnológica, porque lo tecnológico
parece dar a entender que está divorciado de lo científico, cuando la
característica de nuestra época es la de que ya no hay propiamente científicos
puros sino que todos los científico son a la vez tecno científicos. Y hay un
mundo nuevo descubierto en esta etapa que es precisamente aquel al que he
aludido al principio. No se trata simplemente del dominio de la naturaleza
inanimada, de todo ese salto que se llevó a cabo en el siglo XVII de Galileo a
Newton, de la invención de la física matemática, sino también del dominio de la
naturaleza animada, es decir, de la vida.
Entonces,
con este dominio de la vida, esta biología que es una biología molecular, con
un nuevo lenguaje —un lenguaje del código genético—, con una tecno biología,
con una ingeniería, recuperamos otra vez la palabra tan privilegiada en el
siglo XIX y en la primera parte del siglo XX la ingeniería, ahora genética.
Se
trata, por tanto, de una auténtica novación cultural que, como todo, tiene su
lado negativo. Ciertamente tiene sus riesgos, y éstos, a mi juicio, consisten
sobre todo en que esta cultura occidental, que ha sido una cultura del dominio
de la naturaleza y que ahora va a ser del dominio de la vida, puede convertirse
exclusivamente en una cultura de dominio, es decir, una cultura de voluntad de
poder. Y estoy recordando en este momento un artículo reciente de mi admirado
amigo Pedro Laín. Hay una dimensión de la cultura occidental que es la
dimensión de la voluntad de poder, y hay otra dimensión de la cultura
occidental que arranca más bien de los griegos y que es la dimensión de la
voluntad de saber. Y lo deseable es que estas dos voluntades no se extingan, no
se separen, sino que la voluntad de poder siga fundamentada en la voluntad de
saber, y que, por tanto, en este mundo sucio en el que los políticos tendrán
ciertamente su papel importante, ustedes nos reserven un pequeño papel, no más,
a los miembros de nuestro gremio, que es el de los filósofos, es decir, el de
los que no inventamos nada, del de los que pensamos que, aunque esté muy bien
—y ciertamente está muy bien, y es la característica de la civilización
occidental— esta afirmación de dominio y voluntad de poder, deben seguir
ustedes dejándonos un lugar para que nos preguntemos, para que reflexionemos,
para que llevemos a cabo un metalenguaje sobre el lenguaje científico: es
decir, para que no rompamos nuestros vínculos de unión con aquello de lo que venimos,
que es la cultura griega. Ya vimos al principio que la cultura griega era una
cultura de la tecno, y la novísima tecnología actual es heredera de aquella
vieja tecno artesanal. Pero aquella cultura griega y la cultura occidental ha
sido también una cultura de saber, una cultura de la espíteme, de la Sofía. Y
yo, en representación de mi gremio, hoy en decadencia, este gremio de los
filósofos, espero de ustedes y de la magnanimidad de ustedes, otra palabra de
origen griego: la megalogsia. Espero que reserven ustedes un lugar, ciertamente
modesto, pero un lugar, para los filósofos, para los que reflexionan sobre el
ser en cuanto tal, precisamente sobre el ser de la tecnología y de la tecno
ciencia, y de lo que significa todo este mundo que ustedes están alumbrando.
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